domingo, 4 de julio de 2021

Alejandro Gómez Arias: ''Conducirlos, no condenarlos''

 Conducirlos, no condenarlos


Esta última semana trazará huella profunda en el futuro inmediato de nuestro país. Una generación lleva ya indeleble la marca de estos días y cuando, desde lo alto de los años, contemple el lejano fulgor de sus querellas, descubrirá sus raíces y sus orígenes. Meditará y, por esto —sin duda— reprochará a nosotros, sus contemporáneos, la superficial, irresponsable manera de entender su conducta y sus reclamos.

No pretendo apreciar el cuadro total. Escucho mejor, desde la orilla, las voces dispersas y en presurosas líneas las escribo. Sin ira, sin rencor, porque a eso sólo tienen derecho quienes en medio de la lucha corren sus peligros.

En una mirada de conjunto se advierte, dominante, la presencia de inconformidades y quereres que desbordan los ánimos académicos. Esto es propio de los movimientos estudiantiles. Es su grandeza y su miseria. Al recoger, a menudo intuitiva y confusamente, las demandas colectivas, se hacen impuros y, al mismo tiempo, se enriquecen con vigor de pueblo, de muchedumbre. Pretender que se limiten a sus intereses específicos es ignorar que el estudiante, y consecuentemente los grupos estudiantiles, forman parte inseparable de un contexto social. Así los conflictos juveniles pueden provocarse, precipitarse, conducirse o desviarse, pero no crearse de la nada. Imaginarlos como un tumulto vacío y sin sentido es simplemente ceguera.

Dicho esto, escuchemos las voces más frecuentes, las explicaciones más generales e insistentes, y dejemos caer un comentario. En primer término la versión que explica el conflicto, por el peso de fuerzas predominantemente ajenas a lo universitario. Tesis que podría encerrarse en el pensamiento de Mao: "Cuanto más tupida es la mies, más fácil es segarla." Hemos agrupado las mieses —dicen muchos— y las hemos segado. Guardados los frutos, gozaremos en paz de un otoño espléndido. Se trata en suma —agregamos— de concebir el conflicto como una acción preventiva que aprovecha la coyuntura apropiada y se desenvuelve. Pero lo que faltaría determinar si esta interpretación fuera válida, es si no hemos evitado hipotéticos males futuros a un precio excesivamente cruel.

Otra explicación se levanta sobre las viejas teorías de la autoridad y la fuerza. La antigua historia de la pequeña gota que derrama el vaso. Las cosas insignificantes que se repiten y cansan e irritan, hasta provocar el ejercicio de un poder desproporcionado; como cuando en la noche aplastamos el insecto que turba el sueño feliz. Lo angustioso de esta versión, si fuera exacta, es su terrible valor como precedente.

Existe una tercera interpretación de los hechos, la autorizada diríamos, la que está en las páginas de los diarios y repiten los políticos: es la explosión en cadena de la violencia desatada; la embriaguez vandálica; la imposición de una minoría desadaptada y rebelde que arrastra a una mayoría inmaculada. Todo esto creado por los siniestros profesionales de la agitación, individuos que son precisos aislar y reducir. Y cuando se logre, la paz idílica, cristalina, reinará en los espíritus.

Es la más frágil de las interpretaciones. Describe el fenómeno pero no determina sus causas; porque lo que habría que dibujar en principio es el camino por el cual una minoría se apodera y modela la voluntad de la mayoría. ¿Terror, pasividad colectiva? Mejor diríamos que existe un proceso mental a cuyo través la mayoría descubre afinidades, razones comunes; es un acto mental o emocional de entrega, que no se realizaría si las motivaciones de los grupos pequeños fueran locas, desorbitadas o ingenuas. Y, de la misma manera, las provocaciones, la labor de los agitadores, se perderían en el silencio si no resonaran en el alma de los jóvenes despertando dormidas rebeldías. El agitador no trabaja con fantasías, ni habla un lenguaje incomprensible; se conforma con descorrer el telón y muestra el drama. Podríamos ciertamente eliminar a los agitadores y hasta silenciar a la turba numerosa de inconformes; pero aún quedarían los libros, los diarios, la catarata de palabras impresas, dichas, murmuradas, desgarradas en cantos o gritos y, además, cuanto nos rodea. Porque el mundo que hemos edificado, o tolerado, no es perfecto ni armonioso, sino un sucio campo cubierto de injusticias desesperantes, que necesariamente conmueve y conforma el alma de los jóvenes.

Pero entonces, ¿qué podríamos hacer? Desde luego, no admitir que somos un grupo de presión negativa. Adelantarnos a nuestro tiempo, iniciar ya la formación de ese mundo que los jóvenes parecen adivinar y prefigurar. Y, sobre todo, dar libre curso al pensamiento juvenil; conducirlo, no condenarlo. Entablar el diálogo constante, permanente. Atender sus problemas cuando se inician, no cuando ya son llamarada. Ceder. Convenir, ser generosos. Ayudarles a distinguir —si podemos— la justicia de la injusticia. Y si accedemos a sus demandas —lo que honraría a cualquier hombre, a cualquier gobernante—, hacerlo no como una dádiva que se arroja de lo alto del poder, sino como una conquista lograda con el sacrificio y la colaboración de los jóvenes. Alentaríamos así no una generación de frustrados sino una generación  segura de sí mismo. . (3 de agosto de 1968)


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